El resplandor púrpura me transportó nuevamente al mundo real, otra vez me encontraba en la cueva. Avancé con dificultad hacia el exterior; mis pasos eran lentos, el cuerpo entumecido, pero el aire fresco resultaba un alivio para mis pulmones. Una vez afuera, pude contemplar otra vez la aldea, y los colores que me ofrecía el paisaje, contrastaban con la bruma rojiza que había dejado atrás. Aun así, tenía la sensación de que el olor a azufre y la sensación de la lava seguían pegados a mi armadura.
El anciano me esperaba. En su rostro pude observar una mirada de alivio. Aunque pude notar su impaciencia por saber si había podido cumplir la misión.
—Estás de vuelta. Eso es lo que importa —dijo, su voz grave—. ¿Lo conseguiste?
Vacié la mochila ahí mismo, en el suelo, mostrando los materiales obtenidos: oro, cuarzo, arena almas y alguna que otra barra de blaze.
—Has cumplido, aventurero —asintió—. Has conseguido lo necesario para asegurar nuestro futuro y el tuyo. Ahora tienes que descansar, antes de emprender el regreso a casa.
Al día siguiente, la mañana fue en un torbellino de actividad. Mientras yo me recuperaba, los aldeanos no paraban de trabajar. Los recursos fueron analizados inmediatamente. El herrero, con una sonrisa, afilaba herramientas y preparaba moldes para las aleaciones con el oro y cuarzo. La bibliotecaria organizaba sus estantes, para documentar cada material hallado. El clérigo iba de un lado para el otro planificando las pociones que nacerían de las barras de blaze.
Mientras tanto, yo me notaba distinto. Sentado al lado del lago, observaba el ajetreo que se producía a mi alrededor, en mi mente aun flotaba esa luz púrpura y resonaba el eco del Nether. Recordé la agonía de la arena de almas, el lamento del Ghast, esa fortaleza ominosa... De repente, una voz familiar me sacó de mi ensoñación, era el agricultor avisándome de que la cena ya estaba lista. Fue en ese instante, cuando me invadió el deseo de volver a la cálida comodidad de mi propia cabaña, junto a la quietud de mi chimenea.

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