Hoy me he despertado temprano, los nervios no me han dejado dormir,
el partido de esta tarde me ha estado rondando por la cabeza toda la
noche. Puede que sea un encuentro importante. Con los mismos nervios que
sentí aquel partido de diciembre he preparado el desayuno y he buscado
un partido de rugby para ver. Siguiendo con el ritual introduzco las
botas, el bucal, las lentillas, la camiseta térmica, algo de abrigo para
el banquillo y las demás más cosas necesarias para el partido. Mientras
tanto al Whatsapp llegan los habituales mensajes: “¿Estás nervioso?”,
“¿Vienes al campo a las 14:00 para comer?”. Una vez terminado el partido
que estaba viendo, me doy una ducha para relajarme y pensar qué jugador
debería ser esta tarde. Si el partido es muy duro de delantera quizás
Sebastien Chabal vendría bien, si se necesita ser fuerte en las melés,
Donncha O'Callaghan es perfecto. Pero cuando voy guardando las últimas
cosas en la bolsa, decido ser yo mismo, jugar como me ha enseñado mi
entrenador, porque en realidad son mis propias cualidades las que
necesita mi equipo.
La hora de bajar al campo se va
aproximando, y comienzo el proceso de motivación. Uno por uno voy viendo
los videos de siempre: Discurso de uno domingo cualquiera, la carga de
los Rohirrim, el mensaje de reflexión de Rocky Balboa... Pero dicho
proceso acaba ya en el vestuario, una vez cambiados, cuando el capitán
espiritual lee el texto y el entrenador dice su correspondiente arenga.
Ya
sobre el césped, visualizado al rival y con el oval en juego, los
nervios desaparecen y me dirijo a mi posición en el campo o al banquillo a sentarme y a esperar la
oportunidad.