Al contrario de los demás mamíferos, los humanos nacemos frágiles.
Necesitamos durante mucho tiempo a una persona adulta para que nos
cuide, ayude y enseñe. Durante la infancia, desde el carro o en los
brazos de papá o mamá, con los ojos grandes como platos y abiertos de
par en par, ves un mundo desconocido, sorprendente que quieres
descubrir. Un árbol te parece la cosa mas impresionante del mundo, subir
a una silla te supone un reto, cualquier cosa te hace gracia...
Con
el tiempo todas esas cosas van careciendo de importancia y la van
adquiriendo otras como: el dinero, las redes sociales, la moda... Vas
haciendo del materialismo el centro de tu vida y no te dejas sorprender
por nada, todo carece de importancia. Y una mañana, paseando a través de
la lluvia, te asombra ver a un grupo de niños corriendo y llenos de
barro, en un parque, pasándose un artefacto ovalado hacia atrás, tan
felices, sin importarles la lluvia, ni el estar manchados. Es en ese
momento cuando el niño que llevas dentro abre la puerta y te pones a
jugar con ellos y decides no volver a encerrarlo nunca.
No
sé vosotros, pero yo voy seguir sorprendiéndome por ver un paisaje;
imaginándome que estoy buscando un tesoro; rescatando una joven princesa
o salvando el mundo con los vengadores. En definitiva, nunca hay que
dejar de ser niño porque cuando dejas de serlo, tu vida en general se
torna aburrida, estresante y poco a poco te vas marchitando.