Día Diez: El regreso

Cuando la aldea comenzaba a despertarse, yo ya llevaba un rato en píe; las pesadillas carmesí habían alterado mis sueños durante toda la noche. Con tranquilidad me preparé el desayuno y me senté en la mesa. Mientras daba sorbos a la taza de té, la idea de volver a mi cabaña me reconfortaba. Me encontraba preparando el equipaje cuando el herrero me mandó llamar. Mi nueva armadura estaba lista; con gran habilidad había fundido el cuarzo con el oro, otorgando a cada pieza una dureza superior. Ya fuera de la herrería, recogí las provisiones que me preparó el agricultor; agradecí la hospitalidad y la ayuda a la curandera; y despidiéndome del anciano con un gesto cordial. Guíe mas pasos hacia el sur.

El sendero, aunque me resultaba familiar, lo veía con ojos diferentes. Donde antes solo había árboles, ríos y tierra, ahora mi mente dibujaba líneas de defensa, analizaba puntos vulnerables y lugares peligrosos. Cada arbusto era una potencial emboscada; cada sombra, una amenaza que evaluar. Días antes, había entrado en esa zona como un aventurero inexperto; ahora me comportaba como alguien que se sabía mover en la oscuridad. Sin duda, esta expedición había dejado en mi, cicatrices difíciles de olvidar.

Después de unas horas siguiendo el río, en el horizonte empezó a dibujarse la silueta de la cabaña. <<Por fin en casa>> pensé. Apreté el paso, y progresivamente la cabaña se iba alzando delante de mí. Todo estaba casi como lo había dejado. Había mucho trabajo que hacer en el campo, pero decidí que comenzaría al día siguiente. Ahora solo quería regresar a casa. Me sacudí los pies en la puerta y entré, al instante una tranquilidad como antes nunca la había sentido, me inundó por dentro. Pasado unos minutos, con todo colocado, encendí mi chimenea. El fuego crepitó al instante, y el lugar se empezó a caldearse. Me senté en el sofá, dejando que el calor seguro y constante combatiera las marcas residuales del infierno. Miré a través de la ventana. La aventura me había cambiado; ya no era el mismo.



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