El pintor y la mujer

En la tranquilidad de una casa situada en primera línea de playa, la noche descendía con su manto de silencio. La bruma del crepúsculo se deslizaba suavemente sobre el mar, donde el reflejo de las estrellas creaba un tapiz de luces titilantes. A lo lejos, el susurro del viento acariciaba las hojas de las palmeras, mientras el canto de los grillos orquestaba una melodía melancólica. La vieja casona, con sus paredes de piedra cubiertas de musgo y hiedra, parecía un refugio sereno y apacible. Los ventanales, ligeramente abiertos, dejaban entrever luces tenues, como si el interior irradiara una cálida acogida. El jardín, salvaje y desatendido, se fundía con la naturaleza circundante, creando una atmósfera de paz y soledad. Una soledad que para él, en ese momento, era más un castigo que un bálsamo.

El pintor, hundido en su desesperación, se encontraba pintando al aire libre en el porche, amparado en la oscuridad de la noche, con su caballete y pinceles frente a él. La luz de la luna apenas iluminaba el lino en blanco, pero él no la necesitaba. Su única guía era la imagen de la mujer que tanto añoraba; el fantasma persistente que él se negaba a sepultar. Lanzaba cada trazo, tratando de capturar su esencia y no la realidad de su traición. A lo lejos, se escuchaba el murmullo del agua y el susurro de las hojas, como si la naturaleza compartiera su dolor y el secreto de su inútil devoción.

La mujer que poco a poco iba apareciendo en el lienzo, parecía etérea y distante, su figura era una mezcla de gracia y misterio. En su expresión se reflejaba la añoranza, como si ambos estuvieran atrapados en un eterno anhelo. Era la versión idealizada que él había perdido, y  no la que había huido de sus brazos. ​Sus ojos, de un profundo color miel, eran el centro de su tormento. Él los pintaba sin rastro de culpa, solo con la luz de una promesa rota. Habían sido los mismos que le mintieron antes de la huida, y aun así, eran el único lugar en el que se había atrevido a usar el color puro. El cabello, ese oro líquido que siempre le había fascinado, era la zona más densa de pigmento, como si al saturar el amarillo pudiera, al menos en ese plano, devolverle el brillo a su propia vida. ​Cada trazo del pincel, lleno de pasión y desesperación, buscaba revivir aquellos momentos de felicidad que una vez compartieron. Sin embargo, a medida que la imagen de ella cobraba vida en el lienzo, la sensación de vacío y soledad se hacía más palpable. Él moría un poco más en la realidad, consciente de que estaba perfeccionando un recuerdo, no recuperando un amor.

La mano que sostenía el pincel se detuvo en seco. No había más color que añadir, ni más verdad que embellecer. El lienzo, una vez refugio, ahora era un espejo que reflejaba  propia su miseria. Con un movimiento brusco, casi violento, el pintor se apartó del caballete, derribando un pequeño tarro de trementina que esparció un olor químico y penetrante sobre la tierra húmeda. El contraste entre la dulzura de la pintura y la acidez del disolvente fue un choque necesario. Caminó unos pasos hacia la orilla del mar, con la mirada perdida donde el mar se fundía con la noche. Se preguntó si el otro, ese hombre invisible pero real, la estaría mirando ahora con el mismo fervor desesperado, o si simplemente la amaría con una paz que a él le estaba vedada para siempre.

Esa disyuntiva, por la que vagaba  su mente, le quemaba como un ácido. Él solo conocía este tormento de pinceles, esta obsesión por replicar el pasado. Se llevó una mano al pecho, sintiendo el vacío donde antes latía una certeza. Recordó entonces, con una nitidez cruel, la última mañana. No fue un grito ni un portazo, sino el silencio de su taza de café aún humeante sobre la mesa y el clic suave de la maleta al cerrarse... Se había ido para siempre. Pensó en la losa que su ponía esa marcha, la forma en que su pasión se había vuelto pesada y el amor convertido en una obsesión. Él no podía deshacerse de ese peso, no podía amar con paz, porque amarla a ella era, para siempre, un acto de guerra contra su propia soledad.

Lentamente, sin brusquedad, se dio la vuelta. Y  regresó junto al caballete, no para pintar, sino solamente para observar el rostro de su creación. Estaba terminada. Perfecta. Una mujer etérea, idealizada, condenada a existir solo en el lino. <<Ya que la he perdido en la vida, quedará inmortalizada para la eternidad>> pensó con amargura. Con delicadeza tomó la tela por los bordes, con cuidado, como si sostuviera algo frágil y recién nacido, la introdujo en el estudio, dejando atrás el olor a trementina y el recuerdo de lo que pudo ser y no fue. El mar, que había sido testigo de su amor y de su abandono, sería ahora el guardián de su obsesión. Con paso decidido entró en la casa y subió las escaleras que llevaban hacia el desván, y en un rincón donde la luz de la luna no podía alcanzarla. La puso cara contra la pared. No era capaz de destruirla, no. Pero tampoco soportaría la visión de esa mentira tan hermosa.



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