"A veces, el destino tiene la ironía de hacernos coincidir en el tacto para recordarnos todo lo que no podemos sostener. Porque el roce no solo hace el cariño; también construye puentes que se derrumban justo antes de llegar a la otra orilla"
El bar se encontraba envuelto en una penumbra cálida característica de los locales de principio de siglo. Mientras, fuera, la ciudad se deshacía en una lluvia monótona, dentro el tiempo se había detenido entre la decoración de madera, el murmullo de los clientes y el tintineo de los hielos.
En una mesa situada en un rincón apartado, Rodrigo y Carla, compartían un pequeño plato de aceitunas que ninguno de los dos se atrevía a terminar, ya que el último bocado parecía estar destinado a marcar el final de la tregua. En un movimiento distraído, ella estiró la mano para alcanzar la servilleta y sus dedos tropezaron con los de él en un segundo que se hizo eterno. No fue un choque, fue un reconocimiento. La piel de ambos recordó de golpe todas esas horas de oficina, cafés compartidos y miradas evitadas sobre los teclados.
Él no apartó la mano. La miró fijamente, con los ojos empañados por una mezcla de cansancio y revelación.
— Entonces, al final es cierto eso que dicen de que el roce hace el cariño —matizó Rodrigo, con una voz que apenas era un susurro por encima del ruido de la cafetera.
Ella sostuvo su mirada, permitiéndose por primera vez ser honesta con el peso que llevaba en el pecho. No apretó su mano, pero tampoco la soltó.
— Sabes que sí —respondió Carla con amargura—. Y también sabes que lo nuestro sería imposible.
La frase cayó sobre la mesa como un jarro de agua. Él retiró la mano con una lentitud dolorosa, dejando que el espacio se volviera entre ellos más frío que antes. Pagaron la cuenta, ajustaron sus abrigos y salieron a la lluvia por separado. Se habían tomado el aperitivo, pero ambos sabían que el plato principal nunca llegaría.
