El viaje de regreso fue una transición de colores. Del gris industrial al blanco puro de los campos que rodeaban su pueblo natal. A través del cristal del tren, Julián veía cómo el paisaje se convertía en un lienzo de nieve virgen, donde los árboles desnudos parecían trazos de carboncillo contra un cielo de plomo. Con cada kilómetro, el ruido de la ciudad se iba apagando, reemplazado por el rítmico traqueteo del tren sobre las vías, una canción de cuna que lo devolvía a su infancia. Cuando el tren dejó atrás aquel laberinto de cristal y acero, Julián cerró los ojos y exhaló un aire que sentía retenido desde hacía meses. A medida que el trayecto avanzaba, el horizonte empezaba a elevarse, a quebrarse en barrancos y perfiles de piedra. Se acercaba a su pueblo, ese que parece esculpido en el aire, donde las casas se asoman al abismo con una valentía antigua. Al bajar del tren, el frío lo golpeó. Pero no era el frío sucio de la capital; era un frío seco, limpio, que sabía a pino y a escarcha. El lugar de su infancia lo recibió con su silueta de piedra gris bajo un cielo que amenazaba nieve.
Al salir de la estación, el silencio lo recibió como un viejo amigo. Allí estaban ellos. Sus padres, envueltos en abrigos de lana que olían a leña, lo esperaban con sonrisas que no necesitaban traducción. El abrazo no fue un saludo; fue un anclaje. El de de su padre, firme y con olor a tabaco de pipa, y el beso de su madre, suave como una caricia de lana, fueron los primeros puntos de sutura para su ánimo. Caminaron hacia la parte alta, donde la casa familiar parecía fundirse con la roca misma. Nada más llegar, antes incluso de deshacer la maleta, Julián se vio envuelto en los preparativos. Su madre, con esa sabiduría silenciosa que solo poseen las madres, le pidió ayuda para terminar de montar el Belén y colocar las últimas luces. En el fondo de una caja de cartón vieja, encontró un fajo de fotografías antiguas. Al tocarlas, sintió la textura del papel envejecido. Se vio a sí mismo de niño, jugando en los mismas calles que había recorrido a su llegada. Esas imágenes que le recordaban el tacto del musgo seco, las excursiones con sus amigos y esas tardes jugando en la calle fueron las que empezaron a reparar su espíritu. Comprendió que, aunque la metrópoli intentara absorberlo, su esencia estaba allí, colgada de una roca, protegida por el frío y el amor de los suyos.
Tras esa primera noche de descanso reparador, llegó la Nochebuena. Al caer la tarde, el contraste fue absoluto: fuera, el viento silbaba entre las hoces y los puentes; dentro, el crepitar de la chimenea y la luz tenue de las bombillas amarillas creaban un universo de seguridad. Julián se quedó un momento mirando por la ventana hacia el precipicio iluminado por las luces navideñas. Allí abajo, el río era un trazo oscuro y silencioso. Con el transcurrir de la noche, Julián redescubrió el valor de lo pequeño. Las historias compartidas bajo la luz cálida de las velas sonaban a revelación. El peso del año empezó a disolverse. No hacía falta explicar el estrés de la oficina. Sus padres lo sabían. Lo veían en sus ojeras, que empezaban a suavizarse bajo el efecto de la sopa caliente y el vino de la tierra.
Más tarde, Julián se asomó un momento al porche. Afuera, el firmamento estaba tan limpio que las estrellas parecían estar al alcance de la mano, un espectáculo que la ciudad siempre le robaba. De vuelta al calor del hogar, los villancicos iban surgiendo entorno a la chimenea, En ese instante recordó que el verdadero espíritu navideño no es un evento en el calendario, sino un estado de pertenencia.
Durante los días siguientes, Julián se dedicó a recobrar energia. Caminó por las orillas del río, allí donde las rocas tienen formas caprichosas y el agua baja helada. Se detuvo en los miradores a ver cómo la niebla se enredaba en la torre de la Iglesia. En la gran ciudad era uno más, un número en el metro; aquí, cada piedra parecía reconocer sus pasos. Fue una búsqueda de tesoros olvidados; caminó por senderos donde la nieve crujía bajo sus botas, un sonido que le recordaba que estaba pisando tierra firme. En el viejo café del pueblo, el chocolate caliente sabía a las tardes en las que el único problema era que se terminara el día.
Una vez concluidas las fiestas, llegó el momento de la partida. Al marcharse, Julián no sintió tristeza. Sabía que regresaría antes de que pasase un año. Miró por última vez la silueta de su casa antes de llegar a la estación y supo que, sin importar lo lejos que lo llevaran sus pasos, siempre estaría su hogar esperándolo, donde él siempre tendría su lugar frente al fuego.

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