El Tanque 14

Allí donde la luz del sol no llega; donde la arquitectura vertical se hunde en los cimientos y la lluvia de los niveles superiores llega convertida en un goteo aceitoso y tibio; donde el neón no es mas que un recuerdo borroso. Se encuentra lo que llama el Sector Bajo, aquí, el aire no tiene el rastro de metal oxidado de las pasarelas superiores; es más denso, casi sólido, cargado de una humedad estancada y el hedor punzante del fertilizante químico y el amoníaco. Es el reino de los invernaderos de hormigón, un laberinto interminable de bóvedas, donde la ciudad digiere sus propios desechos biológicos para transformarlos, mediante procesos de síntesis forzada, en calorías puras.

El hombre del Tanque 14 no tenía nombre, o al menos nadie allí lo usaba. Para la ciudad de Oasis, él era la unidad de trabajo 46-B, una sombra encorvada bajo el parpadeo de las lámparas de sodio y los tubos ultravioleta que bañaban los cultivos de un color violeta enfermizo, un tono que hacía que las venas de sus brazos parecieran cables negros bajo la piel. Sus manos, que en otra vida quizá sostuvieron plumas de oro o copas de cristal en las altas esferas, estaban ahora permanentemente teñidas por el sustrato alcalino donde crecía la yuca. El barro gris se le había metido bajo las uñas y en las grietas eran una constante en sus manos; cada surco en su piel era un mapa de su nueva realidad: una donde la elegancia del pasado había sido enterrada por la urgencia del fango. Tristemente para Bastian, esos días son lejanos.

Sembrar yuca en Oasis era un castigo físico que agotaba los tendones. No había tierra fértil ni olor a campo, solo un lodo sintético, denso y grisáceo, una pasta de nutrientes reciclados que se pegaba a la ropa como una condena de la que no se puede escapar. Había que hundir los brazos hasta el codo, sintiendo la succión del fango químico y el calor latente de las reacciones biológicas, para asegurar que los esquejes agarraran con fuerza en la red de sensores y filamentos que alimentaban las raíces. 46 trabajaba en un silencio solo interrumpido por el siseo de los pulverizadores de agua y el zumbido constante, casi ensordecedor, de los extractores que luchaban por renovar el aire viciado de aquel pulmón artificial.

Mientras hundía un esqueje, sintió un cambio en la vibración del lodo. Una de las boquillas de succión de la base se había obstruido con sedimentos. El nivel del fango empezó a subir lentamente, amenazando con anegar el cuello de la planta y asfixiarla antes de que pudiera enraizar. Bastian no gritó ni pidió ayuda; simplemente metió el brazo con una lentitud mecánica, buscando a ciegas el obturador entre la masa grisácea, sabiendo que si no lo arreglaba en silencio, su registro de eficiencia caería antes de que terminara el turno. 

—Cuidado con las raíces, 46 —gruñó un capataz desde la pasarela metálica superior. El sonido de sus botas militares contra la rejilla resonaba en la bóveda como disparos. Su sombra, alargada y deforme por las luces cenitales, se proyectaba sobre el tanque como un recordatorio del orden jerárquico—. Si la fibra sale dañada o muestra necrosis, el Sector Doce rechazará el lote. Y si ellos no pagan, tu ración de agua de esta semana se reduce a la mitad. Así que muévete.

El hombre no respondió. Ni siquiera levantó la vista para mirar a su jefe. Se limitó a limpiarse el sudor salino que le escocía en los ojos con el dorso de la mano, dejando un rastro de lodo sobre su sien. Sabía que lo que se cosechaba en este nivel era parte del sustento real de los niveles medios, la base de la dieta de los habitantes de Oasís.  Allí arriba, la tecnología podía simularlo todo, pero no podía crear una caloría. Por muchos datos que fluyeran por la red, la base de una ciudad son los alimentos, y más en esa que el cultivo se había convertido en algo costoso. Aquellas raíces blancas, nudosas y pesadas, extraídas del lodo con un esfuerzo de galeote, no tenían nada que ver con los bits o los créditos virtuales; eran pura fibra, almidón y vida extraída del fango. Eran el único recordatorio de que, bajo la piel de neón de la ciudad, todavía latía un hambre animal que solo los vegetales cultivados en la oscuridad podían saciar.

Al final de la jornada, Bastian observó cómo cargaban el lote en la cinta transportadora. Vio como las cajas eran cargados en el montacargas con destino a lugares, como el local de su hermana Mila. "Suben las raíces y sube mi vida con ellas, trozo a trozo, caja a caja", se dijo para sus adentros. No era una queja, era una fría observación: él era el fertilizante de una ciudad que ni siquiera sabía que él respiraba.

Con el paso de los años, iba aceptado el echo de que él nunca recuperaría su nombre ni volvería a sentir el aroma fresco de las especias naturales. Para el hombre del Tanque 14, Oasis no era una ciudad de oportunidades, sino aquel lodo espeso y la necesidad de seguir cavando para que la estructura, allá arriba, no colapsara bajo su propio peso. El ciclo estaba completo: la opulencia de arriba se sostenía sobre la miseria de abajo, y la ciudad, indiferente, voraz y eterna, continuaba girando una noche más en la oscuridad.



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