En la zona media de Oasis, allí donde el cielo se oculta tras una maraña una de cables de alta tensión y el aire sabe a metal oxidado, se extiende el Sector Doce. Es un lugar que nunca duerme en silencio; siempre hay un ventilador chirriando o un generador eléctrico tosiendo en algún callejón oscuro. En el corazón de este caos industrial, entre el parpadeo de neones y el trasiego de trabajadores con prisa, destaca un rincón que parece desafiar la frialdad del lugar: El Nido del Cuervo. Es un ciber-restaurante un tanto peculiar, un refugio donde el aroma de diversas especias entabla una lucha constante contra el olor a ozono y circuitos recalentados.
Aquella mañana, el vapor que escapaba de las ollas de Mila creaba una neblina densa, casi sagrada, que la aislaba del aire viciado del exterior. Mila —conocida antaño como Kira— no levantaba la vista de su tabla de madera gastada. Su cuchillo descendía con un ritmo métrico, preciso y casi militar, convirtiendo en laminas perfectas aquellas raíces de yuca que procedían de los niveles inferiores. No importaba que hubiera pertenecido a una estirpe que una vez se movió por las altas esferas antes de que una corporación borrara su rastro del mapa; en el Sector Doce, los apellidos no servían para pagar el alquiler. Allí, el único título que otorgaba respeto era la capacidad de doblar el lomo y ganarse la vida con un esfuerzo que dejara callos en las manos.
—¡Mila, el terminal cuatro se ha colgado y se ha tragado mis plasticréditos! —El grito de un muchacho rompió el trance de la cocina, viniendo desde el fondo del local, donde las CPU zumbaban como un nido de insectos metálicos.
Mila dejó el cuchillo con una calma tensa. Se secó las manos en su delantal, una prenda manchada por las especias y el tiempo, y cruzó el establecimiento con pasos firmes. En su camino, esquivó a una niña pequeña de piernas cortas que gateaba bajo las mesas con una concentración silenciosa. Mila la observó un segundo: la pequeña buscaba algo, tanteando el suelo polvoriento con las manos, absorta en una pérdida que Mila no alcanzaba a comprender. Podía ser cualquier cosa, desde una pieza de repuesto hasta un recuerdo, pero aquí, la mirada de quien rastrea el suelo es siempre la misma. Le dedicó una mirada de instinto protector que se apagó tan pronto como llegó al terminal en conflicto.
Frente a la pantalla congelada, un tipo de aspecto descuidado forcejeaba con la ranura de cobro. Mila se interpuso entre él y la máquina con autoridad. Con un movimiento seco, abrió el compartimento de seguridad y extrajo una ficha de polímero desgastada, con los bordes rebajados de forma chapucera.
—En El Nido del Cuervo no aceptamos plasticréditos de baja densidad, caballero. Esto es basura reciclada; no vale ni el aire que está respirando en mi local —sentenció, dejando caer la ficha falsa sobre el mostrador con un sonido hueco.
El hombre se tensó, amagando un gesto de violencia, pero al chocar con la firmeza de los ojos de Mila y ver como sus puños se tensaban, prefirió retroceder gruñendo hacia la salida. Mila no perdió un segundo; reinició el sistema con una habilidad digital impecable. Sabía lo que se decía en las esquinas del Sector Doce: que si su negocio era una fachada, que si había tesoros ocultos financiando sus servidores. <<Que hablen>>, pensó mientras el sistema arrancaba. Solo ella conocía el dolor de espalda tras las jornadas eternas y los plasticréditos contados uno a uno para mantener el neón encendido.
Estaba a punto de regresar a sus quehaceres en la cocina cuando otro contratiempo surgió. Justo encima de la puerta principal, una tubería de refrigeración externa reventó con un estruendo metálico. El agua a presión comenzó a filtrarse por las juntas del techo, amenazando con llover directamente sobre la hilera de ordenadores.
—¡Fuera de aquí si no quieren morir electrocutados! —ordenó Mila, saltando sobre el mostrador con una agilidad sorprendente.
Sin esperar ayuda, agarró una llave inglesa oxidada y salió a la calle, y levantando la tapa de una arqueta, situada al lado de la puerta. Bajo una lluvia que empezaba a caer con más fuerza, Mila forcejeó contra la válvula externa. Por un instante, mientras el agua fría le empapaba el rostro, recordó los tiempos aciagos en los que su voluntad era ley. Ahora, su única ley era esa válvula de metal. Con un gruñido de puro esfuerzo físico, logró cerrar el paso del agua.
Se quedó allí un segundo, empapada, respirando el ozono del ambiente. Vio a lo lejos a la pequeña niña alejarse hacia la plaza de la torre de caravanas. Caminaba con paso decidido bajo la lluvia, ajena al caos, con los ojos fijos en el suelo como si su búsqueda personal continuara más allá de las puertas del local. Mila quiso gritarle, advertirle de que en un lugar como este lo que sea que estuviera buscando ya habría sido devorado por la ciudad, pero el aroma de su propia cocina la obligó a volver.
Entró de nuevo en su refugio. El olor a especias recuperó su territorio, imponiéndose al electrizante ambiente de la zona de los ordenadores. Sin decir una palabra, se colocó de nuevo frente a su tabla de madera, comprobó el filo del cuchillo con el pulgar y retomó el ritmo de los cortes donde lo había dejado. Fuera, el Sector Doce seguía rugiendo y los terminales del ciber volvían a zumbar. No había nada más que hablar. Había pedidos que sacar y el aceite ya empezaba a humear en la sartén.
