La noche cayó sin previo aviso, decidida a ocultar toda esperanza, trayendo consigo una oscuridad espesa, el sonido ominoso de pasos y gruñidos acercándose. La tensión dentro de la humilde casa del agricultor se hacía cada vez más insoportable. Él, su esposa y sus dos hijos se amontonaban en un rincón, con la mirada clavada en mí, esperando alguna señal, alguna palabra de consuelo que no podía dar.
Con un gesto de dolor, me quité la flecha del hombro, la herida superficial sangraba lentamente. La mujer del agricultor, sin decir palabra, me ofreció un trozo de tela limpia que usé para improvisar un vendaje.
—¿Quiénes son? —mascullé, empuñando mi espada de hierro con fuerza.
—Los... los saqueadores —respondió el hombre, su voz quebrándose.
Un grito metálico rompió la espera. La valla que cercaba la casa había saltado en mil pedazos.
—Voy a salir. No hagan ruido.
Me deslicé hacia el exterior. Un Vindicator me recibió, hacha en alto. Con toda la agilidad que me permitía la herida, esquivé el brutal ataque, logrando asestar un golpe mortal a mi enemigo antes de que pudiera reaccionar.
Los Pillagers disparaban flechas desde los tejados. Corrí entre las sombras, usando los pozos y los barriles como cobertura. La lucha cuerpo a cuerpo era brutal e implacable. Mi enfoque no era la defensa, sino el ataque, sabiendo que cada golpe certero que daba era una vida aldeana salvada.
Exhausto, alcé la mirada y entonces lo vi. Al capitán, cabalgando una Bestia de Ataque, avanzaba sembrando el pánico por doquier. Al instante supe que él era la pieza clave que tenía que derribar. Salí al paso de la bestia, logré esquivar su pesada embestida, y saltando sobre su lomo, conseguí que mi espada encontrara su objetivo en el capitán. El líder cayó. Su estandarte quedó hundido en el barro, dando por finalizado el asalto, ya que sin su líder, los Pillagers restantes huyeron hacia el bosque.
Paulatinamente, el silencio fue regresando, llenándose de aliento y alivio. El agricultor me tendió un cuenco con agua. Agradecido, lo cogí y bebí lentamente.
—Volverán —dije.
El anciano líder asintió y se acercó, con sus ojos fijos en la herida de mi hombro, Ignorando los escombros. En su mirada había una astucia repentina.
—Has demostrado ser un guerrero. Un protector —dijo el anciano—. Pero la fuerza sin recursos perece. Mañana, forastero, hablaremos de negocios. Tú nos das seguridad; nosotros te damos todo lo demás.
La noche, aunque vencida, dejó claro mi nuevo rol: de simple explorador, me había convertido en el protector de la aldea.
